Cuando lo inesperado irrumpe  Pedagogía y Coronavirus

Cuando lo inesperado irrumpe Pedagogía y Coronavirus

Fragmento del artículo de Celsa Puente para el suplemento Instituciones Educativas de la Revista Didáctica Educación Media n.º 6

La perplejidad. Uruguay en tiempos de pandemia.

Unas veces el cambio se prepara
en forma subterránea pero estalla
de modo brusco, abierto:
nova en el cielo
grieta en la tierra
inundación de luz en plena noche
lengua de fuego
asoma sorpresivamente en la mirada
del otro, vuelto Otro, vuelto ajeno.

Circe Maia.


Uruguay ingresó a la nómina de países que debieron tomar medidas con respecto a la pandemia mundial del Coronavirus, el pasado 13 de marzo (2020). Hasta esa fecha, todos los uruguayos vivimos como si estuviéramos mágicamente exonerados de la cuestión mundial. Es una actitud que tenemos con más frecuencia de lo que podemos asumir conscientemente. Habitualmente, nos sentimos diferentes al resto del mundo, incluso de quienes somos muy parecidos, como ocurre con los ciudadanos del otro margen del Río de La Plata. Tenemos cierta jactancia de nuestra condición. Es cierto que somos pocos y tenemos un país pequeño y hay algo de la dimensión de lo humano que a pesar de los pesares, siempre nos hace sentir que podremos sobrellevar con dignidad las desgracias más definitivas. También es cierto que tenemos motivos. A veces, –la mayoría de las veces– no sabemos muy bien por qué pero en suelo uruguayo las cuestiones son diferentes y se desarrollan de un modo distinto a cómo ocurre el mismo asunto en el resto del mundo.

Incluso es necesario recordar que hasta el 13 de marzo (2020) –ese viernes inolvidable– a pesar de las noticias que llegaban por doquier, todos creíamos que estábamos salvados en una suerte de inmunidad «a la uruguaya,» pero la realidad se encargó de mostrarnos que no permaneceríamos al borde del camino de la ruta que el coronavirus había iniciado a fines de diciembre con intenciones claras de atravesar el mundo. Aún así y hasta la fecha en que escribo estas líneas (ya pasados los tres meses de aquel día de marzo) es necesario reconocer la levedad con la que se presentó la enfermedad en Uruguay, una levedad que sin embargo, no impidió la suspensión de la vida cotidiana. Hago énfasis en la incapacidad de previsión porque si hubiéramos tenido otra actitud, hubiéramos podido planificar anticipadamente para implementar acciones y estrategias durante el inevitable confinamiento y en particular, me refiero a haber podido dar otras respuestas desde la educación.

Pero volvamos a marzo. Retomemos al recuerdo del estado de estupefacción inicial que la llegada del virus provocó. Recordemos el sacudón que nos produjo comprender que aunque el epicentro de la enfermedad estuviera durante los meses de diciembre y enero en China ―espacio exótico a nuestros ojos, en el punto geográfico contrario al nuestro, del otro lado del planeta―, el virus se venía trasladando sin que tuviéramos más herramientas a mano que la posibilidad de aislarnos, de evitar el contagio confinándonos en nuestros hogares. Teníamos miles de preguntas latiendo que empezaron a surgir en forma desbordada. ¿Qué haríamos los educadores y los estudiantes sin poder asistir a los centros educativos a solo quince días de iniciados los cursos? ¿Cómo sostendríamos una práctica pedagógica a distancia para cuidar la salud de todos, pero aprovechar el tiempo riquísimo de estar en casa en condiciones de aislamiento? ¿Qué pasaría con el trabajo de cada uno de los uruguayos?

Las epidemias traen consecuencias no solo en la salud de los ciudadanos sino además en el campo de lo social y lo económico. Así fuimos viendo en el correr de los días que se fueron suspendiendo los eventos públicos y privados, se cerraron los centros educativos y la vida cotidiana dejó de andar por los andariveles conocidos para dejarnos suspendidos en una suerte de incertidumbre abrumadora.

Sin embargo, es importante señalar la reacción espontánea de un conjunto de educadores que aún frente a la imposibilidad de concurrir a los centros educativos, decidieron poner en marcha mecanismos sustitutivos de la presencialidad y echar mano de una variedad de herramientas que aseguraran el vínculo con sus estudiantes.

La suspensión de la posibilidad de concurrir a los centros educativos, abrió el desafío de sumergirnos en el vínculo educativo virtual, crear nuevos modos para seguir educando en la emergencia. Es cierto que fue clave en Uruguay el desempeño previo de Plan Ceibal, en principio porque hubo desde el año 2007 el reparto de dispositivos de uso personal a escolares, liceales y docentes, incluso algunos liceos cuentan con dispositivos de uso institucional, –notebooks y tablets– que ofician como instrumentos fundamentales. El Plan Ceibal también incursionó en la formación de los docentes y propuso desde siempre que la tecnología debía estar al servicio de la pedagogía, y aunque muchos docentes venían postergando la incursión al mundo de la virtualidad como complemento del trabajo en clase, la idea ya estaba sembrada en nuestras cabezas y nuestros corazones. Esta aseveración no pretende negar que existen quienes se oponen con fortaleza y desmerecen el trabajo en línea por múltiples causas, que pasan por su propia resistencia a actualizarse, a pensar en lo nuevo, a repensar su rol en un «espacio» diferente al del aula material, y también, en una lectura desde el campo profesional de quien escribe, por el temor siempre vigente y más propio de un libro de ciencia ficción que de la realidad: ser sustituidos por las máquinas. Quizás haya algo de una autoestima frágil en muchos comentarios que circulan condenando el encuentro pedagógico virtual, porque hay evidencia suficiente para asegurar que la educación es mucho más que un conjunto de informaciones que se ponen en juego y que el vínculo presencial, esa red tejida con acciones y palabras que se instala entre los adultos de las instituciones educativas y los niños y adolescentes sobre todo en los primeras décadas de la vida, es insustituible.

Además, no solo debemos referirnos al encuentro intergeneracional del docente y los estudiantes sino también a la chance de encuentro horizontal entre jóvenes y niños entre sí, porque allí, en el aula, en los centros educativos y el sinfín de espacios y tiempos que en ellos se producen, también se genera un intercambio natural que opera como factor esencial del desarrollo. Por eso considero que a partir de esta situación inesperada que nos está tocando vivir es posible reflexionar acerca del sentido y el concepto de la educación, sobre todo para derrotar los discursos de quienes pretenderían hacernos creer que la educación es una técnica operativa para inocular saberes, responder a las evaluaciones internacionales y más nada. Hay miradas que no pueden o no quieren reconocer en la educación un proceso humanizante que no es solo el tiempo de estar en contacto con los saberes sino la calidad de ese tiempo, la riqueza del hacer juntos ―grandes y chicos― como oportunidad de construcción identitaria y emancipatoria. El educador no es un mero distribuidor de conocimientos aunque debe, por supuesto, proporcionar y trasmitir saberes, herramientas e instrumentos con la suficiente generosidad como para que sus estudiantes interpelen ese mundo que se les ofrece, discutan sobre él y sobre todo, se sientan fuertes y libres para tansformarlo. Esta tarea es vincular, trabajosamente colectiva, inter e intrageneracional y particularmente importante para todos los niños y jóvenes, pero especialmente para los que proceden de hogares menos favorecidos. La educación es transformadora de vidas y permite que no quedemos ligados a las nunca elegidas condiciones de origen.

Si bien la tecnología es un medio para ofrecer aprendizajes, la educación no puede producirse exclusivamente a través de la virtualidad, exceptuando circunstancias definitivas como las que vivimos durante el tiempo del contagio del virus, porque necesita de la palmada animosa en el hombro y del rezongo cuando hace falta. Educar es darle al otro, al nuevo, al recién llegado, un equipamiento que le permita indagar el mundo, formarlo para su liberación, para que indague, investigue, proponga y transforme. No puede hacerse solo con un adulto que sea un repetidor de conocimientos por muy profundos que estos sean y tampoco puede hacerse en solitario aunque un niño o un adolescente tengan acceso a materiales de primera calidad. Hay algo esencial de lo humano y de lo colectivo que se juega en cada acto educativo.

El tiempo de aislamiento nos propuso el interesante develamiento del lugar de la escuela. Los centros educativos sostienen procesos socializantes que son insustituibles. En esta larga caminata virtual que he inaugurado casi desde el 14 de marzo en el encuentro con los otros y la recogida de anécdotas y relatos, he descubierto que el denominador común del discurso de niños y jóvenes es el de echar de menos la escuela, incluso los más grandes, con una sonrisa pícara y una sinceridad tan determinante me comentaron ««nunca pensé que iba a decir esto, pero extraño el liceo»». Es clarísimo que los centros educativos ocupan un lugar central en la producción de la subjetividad de niños y adolescentes.

Pero regresemos al análisis de la situación de vinculación forzosa a través de la virtualidad. Uruguay tiene una condición adicionalmente buena para los vínculos virtuales: es un país con fuerte conectividad a internet. Tenemos internet disponible en forma gratuita en los espacios públicos, en plazas y centros educativos. El problema que se suscitó es fundamentalmente el de la restricción de circulación y la imposibilidad de trasladarse a esos espacios. Las familias quedaron circunscriptas al hogar y al equipamiento que cada uno contaba en el recinto habitacional. Atravesamos una situación límite y aunque Plan Ceibal hizo su tarea formidable y esa labor mostró sus efectos en una circunstancia como esta, para muchos niños y adolescentes fue un confinamiento sin oportunidades.

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A modo de cierre

«... el efecto del virus no es tanto el número de personas que debilita sino que radica en la parálisis relacional que propaga» dice el filósofo Franco «Bifo» Berardi, reflexionando sobre la pandemia. Ojalá que este escenario en el que contra viento y marea seguimos educando nos enfrente a la reinvención del vínculo pedagógico, deje «huellas» para nuevas prácticas. Más allá de los mensajes contradictorios que circulan en estos tiempos extraordinarios e inestables, los docentes hemos demostrado que siempre estamos disponibles para sostener lo educativo, para garantizar el derecho a la educación y cuidar el vínculo con niños, niñas y adolescentes.

Surge la pregunta impostergable ¿Cómo vamos a aprovechar la experiencia en la que nos vemos obligatoriamente sumergidos para que el regreso a la presencialidad resulte enriquecido y podamos ver a la tecnología como un aliado de lo pedagógico, por ejemplo? Hay mucho de lo que se ofrecía en las aulas que está en jaque. Quizás forme parte de la eterna pregunta de qué enseñar y cómo hacerlo. En principio, creo que se admitirían algunas interrogantes acerca de cómo jerarquizamos contenidos y los ofrecemos o cómo construimos las consignas de trabajo, con cuánta claridad y precisión y cuál es el objetivo específico y sobre todo, el sentido de cada una de las tareas o actividades que planteamos.

Será imprescindible seguir reflexionando, formándose y recoger las experiencias de este tiempo, dar lugar a la discusión desde las vivencias siempre valiosas para nuestras vidas profesionales y hacer de la clase y de las instituciones espacios renovados para dar lugar a la vida.

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