
Inclusión de niños con discapacidad en la educación inicial
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Les presentamos un fragmento del primer capítulo del libro Inclusión de niños con discapacidad en la educación inicial, editado en 2017.
Lo puedes adquirir en formato digital (ebook).
Yo habito la casa de la posibilidad. Ella tiene más puertas y ventanas que la casa de la razón.
Emily Dickinson
Discapacidad, infancia e inclusión: hacia el modelo social de la discapacidad
Flavia Gispert
Las ideas que acerco en estas páginas tienen la intención de invitarlas/los a una reflexión conjunta entre pares, a generar nuevos interrogantes, a cuestionar nuestras prácticas, miradas y quizás prejuicios frente a la temática de la discapacidad cuando es abordada como una problemática educativa.
Nombrar la discapacidad siempre impacta, nos provoca emociones, ideas, recuerdos, representaciones y sentimientos. Entonces, ¿cómo nombrar aquello que resulta innombrable?
Estoy convencida de que la posibilidad de abordar esta temática va a abrir el juego para repensar y, por ende, modificar otras problemáticas que atraviesan a las escuelas en la actualidad. Es mi deseo que puedan apropiarse de este escrito, con el sentido que Ardoino le da a este término: de «transformar para sí», en función de sus resistencias —en el sentido psicoanalítico— y de sus propios ritmos temporales. El primer paso ya lo han dado.
Representaciones sociales y discapacidad
Pongamos en juego el concepto de representaciones sociales para abordar cómo se van constituyendo en torno a la discapacidad y, especialmente, para adentrarnos en las representaciones sociales sobre las familias de niños/as con discapacidad, ya que la escuela comparte con ellas la ardua y desafiante tarea de educar. Las representaciones están en permanente proceso de construcción y reconstrucción, y es de especial interés fijar la mirada sobre los contenidos emergentes en temáticas que siguen actuando como problemáticas dentro de las instituciones escolares.
El concepto de representación social se origina en la noción de representación colectiva, de Durkheim. Este sociólogo aludía con ella a la especificidad de los fenómenos sociales irreductibles al nivel de análisis psicológico. Posteriormente, en el año 1961, Moscovici plantea que la génesis del concepto es solidaria con la evolución de la psicología social como disciplina.
Consecuentemente, podemos pensar la representación social como la reconstrucción de un objeto a partir de la actividad simbólica de un sujeto o grupo, con estrecha relación a su inserción social. Es decir, el proceso de representación implica que alguien —sujeto— establece una equivalencia entre algo, lo representado y su representante. En este proceso, el representante contribuye a la identidad del representado. Aquí, cabe preguntarnos: si las representaciones sociales son siempre de alguien sobre algo, ¿cuáles son las representaciones sociales en torno a la discapacidad? Como construcción mental, la representación integra dimensiones sociales, culturales, ideológicas y cognitivas que formulan una imagen del mundo social a partir de experiencias socialmente compartidas. ¿Cuáles han sido las experiencias compartidas con relación a la discapacidad que forman parte de nuestra construcción mental? En este sentido, no se trata de lo que las cosas son en sí mismas para alguien, sino de la significación dada como construcción social. La representación es proceso y producto de la elaboración psicológica y social de lo real. ¿Qué podemos reconocer en nuestra propia construcción subjetiva como componentes de esas representaciones sociales?, ¿fobias?, ¿temores?, ¿falta de información?, ¿prejuicios?
Las representaciones sociales son un factor condicionante de las prácticas sociales, ya que tienen como funciones la comprensión, la valoración, la comunicación y la actuación. Por lo tanto, son utilizadas para justificar conductas y comportamientos.
Tiene suma importancia poder revisar constantemente nuestras propias representaciones, en tanto docentes que tenemos a nuestro cargo la función social de educar. |
Una forma para ir movilizando las repuestas a los interrogantes planteados es conocer las tres dimensiones de las representaciones sociales que deben ser exploradas: la actitud, la información y el campo de representaciones. La primera manifiesta la parte más afectiva y emocional, inclinando positiva o negativamente a los sujetos con relación a los objetos o hechos de la realidad (qué se hace, cómo se actúa). La segunda se relaciona con los conocimientos que las personas o grupos poseen acerca de objetos o situaciones sociales (qué se sabe). La última hace referencia al orden jerárquico de los elementos que contiene una representación; estos elementos siempre se organizan con relación a un núcleo figurativo (qué se cree, cómo se interpreta).
Podríamos aquí preguntarnos, con relación a la discapacidad: ¿qué siento, qué sé y cómo juega (interpreto) esto en mis prácticas concretas?
La importancia que posee la teoría del núcleo figurativo con respecto a los procesos de transformación social es evidente, en tanto ninguna acción tendiente al cambio es posible si no se logra modificar este esquema. Y aun sabiendo que esa transformación es resistente, es necesario realizar la apuesta.
Breve historización de los modelos que acompañaron la educación especial
Hasta principios del siglo xix, las personas consideradas discapacitadas eran internadas en asilos bajo atención médica. Allí permanecían hasta su cura o, en muchos casos, hasta su muerte, porque la curación nunca se producía.
En el comienzo de la historia de la educación especial podemos encontrar dos modelos: el patológico o asistencial y el estadístico. Si bien ambos poseen diferencias, comparten la raíz médica para explicar el trato hacia las personas con discapacidad.
Este primer modelo médico-patológico o médico-asistencial presenta a la persona como diferente, biológicamente imperfecta, que hay que rehabilitar y «arreglar» para restablecer unos patrones teóricos de «normalidad». En este modelo no se concibe a los sujetos como educables, es decir, se cree que las personas con discapacidad no pueden ser educadas, se los nombra como enfermos y no hay posibilidad de nominarlos como alumnos. En consecuencia, los docentes, en esa época, tenían un rol más cercano al de curar que al de enseñar, y era la ejercitación sensorial la que actuaba como camino de acceso a la cura.
En un segundo momento —modelo médico-rehabilitador o estadístico—, se arma un circuito paralelo donde las personas con discapacidad tienen que ir a educarse/rehabilitarse. Aquí se habla de una educación segregadora, vinculada principalmente al momento de expansión de los sistemas nacionales de enseñanza de los países occidentales. La escuela común deriva a la escuela especial a aquellos niños que no aprendían. Para esta decisión, se continúan usando los test psicológicos cuyos resultados determinan el futuro de los niños.
Es una etapa en la que los test de inteligencia y la medición del coeficiente intelectual son los instrumentos que determinarán las propuestas educativas de las que se debe partir y a las que puede llegar cada persona al momento de planificar su trayectoria educativa.
Para algunos autores (García García, 1988; Lus, 1995), más allá de los avances que se pudieron haber realizado en este período, desde el campo médico aún seguían persistiendo en la sociedad ideologías segregacionistas y prejuicios que lejos estaban de beneficiar el trato con las personas con deficiencia mental.
Posteriormente, se replantea la educación especial cuando en 1950 aparece el término normalización como estrategia de integración. El concepto de normalización surge en el ámbito de lo social, no en el educativo, y su mayor aporte es que se centra no en la situación de las personas que sufren deficiencias, sino en la relación entre estas personas y las demás. Esto implica que, en lo posible, la persona con discapacidad tiene que tener los mismos derechos y obligaciones que el resto de los miembros de la sociedad. De ahí que sea fundamental comprender que de lo que se trata no es de normalizarlos (llevarlos a que sean considerados normales, como en el segundo modelo), sino de normalizar las relaciones que mantenemos unos con otros. Queda claro que esos patrones preestablecidos respecto a lo considerado normal son una construcción y solo remiten a lo que algunos estipulan como normal, y de este modo se pueda clasificar a la población.
Podríamos decir, en una proyección a futuro, que es poco probable, desde el ámbito de la salud, que existan estos patrones debido a, precisamente, la rapidez de los avances en las ciencias de la salud. No debemos olvidar que lo normal es una ficción estadística de carácter meramente instrumental. Por lo tanto, la manera en que construimos nuestro entorno depende de lo que nos han enseñado como normal en sentido estadístico, y esta normalidad va cambiando con el tiempo. Por otra parte, infinidad de ejemplos nos demuestran que no necesariamente podemos equiparar normal con saludable, ni anormal con patológico.
Por último, reconocemos un tercer momento, actual, que se corresponde con el modelo social de la discapacidad sobre el que profundizaremos en el apartado siguiente: el de la educación inclusiva. Recordemos que fue en el año 1994, en Salamanca, España, cuando se reunieron representantes de 92 gobiernos y 25 organizaciones internacionales, en cooperación con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), estableciendo pautas concretas para alcanzar el objetivo de lograr una Educación para todos.
De acuerdo con la Unesco, la inclusión es «una estrategia dinámica para responder en forma proactiva a la diversidad de los estudiantes y concebir las diferencias individuales no como problema sino como oportunidades para enriquecer el aprendizaje» (p. 18). En definitiva, la educación inclusiva apunta a que todos los estudiantes de una determinada comunidad aprendan juntos independientemente de sus condiciones personales, sociales o culturales. |
Dice José Contreras (2002) que en las relaciones interpersonales –como la que se sostiene en toda práctica educativa– «uno no es igual o diferente, uno es quien es». Si alguien es sordo, le falta el sentido de la audición, pero esa es solo la condición de la persona, no toda la persona en sí misma.
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